¿alguna vez te has parado a pensar cómo se vivía hace unos años cuando no teníamos móviles? Mis padres me compraron mi primer teléfono a los 13 años (más tarde que a mis amigas, por cierto), aunque cualquiera diría que he vivido siempre pegada a uno. Apenas recuerdo cómo era eso de buscar palabras en un diccionario o recabar información sobre algún tema en la enciclopedia Larousse. Echarle imaginación a una redacción en clase tenía doble valor e incluso, algo tan sencillo como encontrar una calle sin ayuda de Google Maps tenía su magia. Cosas que hoy en día parecen de la Prehistoria a pesar de suceder hace tan solo unos años.

No me acuerdo de cómo se hacía cuando no vivíamos pegados a una pantalla, pero sí recuerdo la intensidad de las vivencias y de aquellos momentos en los que el contacto humano, las conversaciones en persona e incluso los mensajes en una carta dirigían el mundo. No existía WhatsApp, ni TikTok, ni Facebook... los exámenes se estudiaban sin ayuda de la inteligencia artificial, se quedaba más y se caminaba por la calle con las manos libres y la mirada puesta en el horizonte.

Ahora, nos separamos del móvil cinco minutos y creemos que todo se pone patas arriba. Sentimos fobia a estar desconectados, a que no nos metan en algún grupo o a perder seguidores en Instagram. Miramos quién ha visto nuestro estado tras la última actualización mientras descubrimos, casi de forma instantánea, si ha roto la última pareja que salió de Gran Hermano. Todo ello, mientras nos llega una notificación sobre las últimas tendencias de verano en la App de Zara y el descuento de la semana si te llevas el papel higiénico de la marca X en Carrefour. Vivimos sometidos a tantos estímulos y tan rápidos, que hemos perdido hasta la paciencia. Ya no hay pausas y los silencios se vuelven estresantes. Tanto, que en muchas ocasiones somos incapaces de mantener nuestra plena atención en cosas tan sencillas como la lectura de un libro o la confesión de un buen amigo.

“Para poder leer con la mitad de concentración que tenía a los diez años debo sacar el móvil de la habitación, colocarlo relativamente lejos, sin volumen y, aún así, siento que el pensamiento fragmentado me acecha y se cuela entre las páginas como electrochoques de los que intentase protegerme apenas con una manta...”, escribía hace unos días Azahara Palomeque en un conocido medio. Y es cierto cómo uno de los grandes placeres como es la lectura, hoy en día puede quedar relegado por la multitud de impulsos que nos llegan. Ojalá aprendamos a desligarnos del uso negativo de Internet, de las redes y de esa necesidad “enfermiza” de sentirnos constantemente comunicados. Ojalá una pantalla no consiga distraernos ni olvidarnos de la vida.

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