VOCESDEHUELVApablo sycet. pintor

"La Movida es un chispazo mágico que ocurre y es irrepetible"

  • El artista olontense se redescubre ahora como comisario de exposiciones y escritor diario en las redes sociales

  • Aspira a dejar su legado en Gibraleón con una fundación que lo preserve

Pablo Sycet posa en la sala DBAT de Gibraleón, junto a un cuadro de Elena Asins, La gitana, parte de su colección.

Pablo Sycet posa en la sala DBAT de Gibraleón, junto a un cuadro de Elena Asins, La gitana, parte de su colección. / fotos: alberto domínguez

Reside hace décadas en Madrid, aunque podría ser en su pueblo, en Gibraleón, donde no es raro verle en distintas épocas del año, volviendo a casa. Puede que ese salto continuo sea el que impida que muchos conozcan, y reconozcan, aquí a Pablo Sycet como uno de los artistas más importantes del país, parte activa de la Movida en los 80 e inquieto creador hasta la actualidad, bien sea con sus pinturas, como letrista, en las redes sociales o en exposiciones únicas por su original concepción.

-Es normal verle de escapada en Gibraleón. ¿Se ha ido alguna vez?

Tengo el sambenito de ser un intruso como pintor, como letrista y diseñador, según en qué terreno me mueva"

-Esa es la pregunta clave, si me he ido alguna vez. En realidad creo que no me fui de pensamiento, sólo de presencia, como dice el fandango. Mi relación primera con el pueblo no fue tan atávica, o al menos no era consciente de ello, pero ahora, en cuanto tengo una mínima ocasión, tiro para acá, tenga argumentos o no. Quizá sea un asunto derivado de la edad y de esa leyenda de los elefantes, que vuelven donde piensan que van a morir. Si la vida me da ocasión, me gustaría volver a Gibraleón para quedarme, y entonces será aún más notorio ese sentimiento de que en realidad nunca me fui.

-¿Uno es más consciente de ese arraigo cuando está lejos?

-Sin lugar a dudas. La distancia, en realidad, abona ese sentimiento del que uno no es del todo consciente hasta que se da cuenta de que tanta reincidencia en volver al sitio de origen no sólo es un sentimiento telúrico e irracional sino que acaba contaminando todo lo que pueda fabular. Al fin y al cabo, todo tiene alguna relación, no siempre palpable, con los orígenes.

-¿Se le quedó chico Gibraleón?

-Se me quedó pequeña Sevilla. Eso es cierto. Yo pasé de ser un niño de pueblo con un universo limitado, a de golpe entrar en un internado religioso, de jesuitas, en Sevilla. Luego me mandaron a Campillos, al famoso colegio, y cuando acabé el Bachiller y decidí empezar Filosofía y Letras en Sevilla es cuando tuve la sensación de que la ciudad se me quedaba estrecha y tuve la necesidad imperiosa de cambiar de aires. Hice Periodismo justo por escapar, porque en ese momento no se podía cursar allí. Pero a mitad de carrera ya tenía claro que mi destino no iba a ser la escritura del día a día, aunque al final, ironías de la vida, he acabado siendo esclavo de mi mismo con esto en Facebook.

-Sus postigos ahí tienen muchos seguidores diarios.

-Me he autoimpuesto una disciplina absolutamente gratuita, en toda la extensión de la palabra, aunque el compromiso sea conmigo mismo y con los seguidores que pueda tener. Desde que salí de la Facultad, para lo único que he ejercido de escritor ha sido para las letras de canciones y, ya muy tarde, como artífice de exposiciones sin más. Fue Rafa Cervera quien me convenció de que realmente debía, más que contarle a él mis penas, contar mi experiencia públicamente porque estaba convencido de que muchos momentos de mi vida profesional serían de interés para gente de generaciones posteriores. Pensé que esto se iba a convertir en un tormento pero al final resulta que es un gusto.

-¿Se siente más parapetado detrás de su obra gráfica que de sus escritos?

-La clave está ahí, porque la palabra exige más desnudez. Una pintura, si no es absolutamente naturalista, e incluso siéndolo, da pie a muchas interpretaciones: cada uno es dueño de lo que puede ver. Por ejemplo, me niego en rotundo a hablar demasiado de lo que pinto porque cabe la posibilidad de que quien esté mirando una obra mía le pueda sacar más sabor del que le pueda aportar con mis palabras. Todo lo que he podido decir en ese momento pintando está en el cuadro y si necesita las muletas de mis palabras, probablemente esté indicando que aquello no se sostiene por sí. Y en el caso de los escritos, como exige ser explícito, por muy hermético que sea el discurso, parece que está uno más expuesto a abrirse en canal. Quizá de ahí venga el vértigo a la escritura cuando era joven y la osadía paralela de pintar, porque eso salvaguardaba los registros más íntimos.

-¿Qué le supuso llegar a Madrid?

-Al principio hacía una vida inquieta, paralela a la Facultad, relacionada con el arte. Tuve problemas de aclimatación a mí mismo en el tránsito de los diecimuchos a los veinte porque me sentía capaz de llevar a cabo varias tentaciones pero elegir me creaba un conflicto íntimo: me gustaba escribir, pintar, hacía mis pinitos como diseñador gráfico y, además, estudiaba Periodismo. Tenía una especie de marasmo mental por tener que elegir algo y limitarme en las demás opciones. Y la gran victoria de ese momento fue tener el atrevimiento de decir que, aunque fuera de por vida un intruso en terreno ajeno, merecía la pena correr el riesgo y hacer todo aquello que a mi me daba placer y que me parecía podía hacer con un mínimo de dignidad. Y tengo el sambenito, efectivamente, de ser un intruso como pintor, como letrista, como diseñador, en función de en qué terreno me esté moviendo. Durante muchísimos años no he hecho otra cosa que emplear todo mi tiempo en dispersarlo en esas pocas variantes que tenía mi flujo emocional, y ha permitido que las distintas facetas se solapen entre ellas y se nutran una a otra.

-Pero habla mucho como pintor, pese a esas otras facetas.

-Quizá tenga que ver esto con que lo único para lo que no me he formado académicamente es para pintar. Soy total y absolutamente autodidacta y quizá es con lo que he corrido más riesgos, por lo que tengo la necesidad de reivindicarme más que en otras. Aunque luego resulta que trasciende más el trabajo de letrista porque lo de la música no tiene fronteras. Para cierta gente soy un letrista que pinta, sin embargo, prefiero reivindicarme con aquello que desde siempre me ha costado más esfuerzo. Una letra de canción se hace con la punta del pie; a mí me ocurre así, igual que los postigos, que me cuestan quince minutos, pero un cuadro tiene para mí un compromiso íntimo de mucha más exigencia.

-¿Y su labor como coleccionista?

-Hay dos facetas distintas, la de coleccionista y la de organizador de exposiciones, que funcionan en paralelo. Siempre he tenido vocación de ir comprando las cosas que me fascinaban y estaban a la altura de mi bolsillo, porque me intriga el posible proceso interno que han tenido esas obras. Como tenía cierta relación continuada con algunas galerías, me hizo ir comprando y cambiando con otros colegas. Y se dio la circunstancia luego que, como tengo facilidad para elaborar conceptos de exposiciones y para titular, se recurría a mi cuando había que programar la habitual colectiva de verano. Y lo que era un hobby, con el paso del tiempo acabó en una profesión de madurez.

-También ha lanzado el proyecto de Museo de la Movida.

-Un día vi la necesidad de crear un museo sobre este momento de la cultura, española en general y madrileña en particular, porque, aunque lo viví de cerca, cuando empiezas a tener perspectiva de lo que fue aquello, tomas conciencia que la Movida fue una eclosión social incontrolable que tocaba todas las disciplinas, interclasista en todos los sentidos. El tiempo ha demostrado que es un chispazo mágico que ocurre y es irrepetible.

-España entra en ese momento en la modernidad, ¿no?

-No sólo ya en la cuestión cultural sino en lo social. De golpe, las madres de toda la generación ésta se modernizan y le dan un vuelco radical a los usos y costumbres del país justo por todo esto. El descaro de esas primeras películas de Almodóvar, que hoy serían impensables por políticamente incorrectas, normalizó institucionalmente cosas que estaban ya asumidas en la calle. En España hicimos un recorrido fulminante sobre una especie de fuego, como las hogueras de San Juan, para hacer una travesía del desierto que en otros países llevó años. Eso consiguió que ciertos posibles peligros se diluyeran de golpe en el día a día de las personas.

-Ahora parece que vivimos momentos de regresión.

-Sí señor. Tengo cierta sensación de vértigo porque me siento privilegiado por tener la edad que tengo, porque se supone que he vivido un recorrido que las generaciones anteriores no pudieron palpar ni las que vengan, tampoco. No dejo de tener cierta tensión por el futuro; no sé si es cobardía de la edad o una percepción muy realista de lo que puede ser y yo no quiero que sea.

-¿Qué Huelva se encuentra cuando vuelve?

-Mi relación con Huelva es absolutamente tangencial porque yo realmente vengo a Gibraleón. Y mi relación con las instituciones de Huelva es prácticamente nula. Siento que existe también un intrusismo geográfico: en Madrid soy un pintor de Huelva, y en Huelva soy un pintor de Madrid, con lo que me niegan mi propio territorio los dos sitios. Ya no es un problema de ser profeta en tu tierra, porque a mi eso me da absolutamente lo mismo; me cuesta trabajo tener presencia como pintor aquí en mi provincia, e igual que le ocurre a mí le ocurre a Antonio Belmonte, que también está un poco ninguneado de la actualidad artística de esta ciudad, o, de generaciones anteriores, Pedro García Ramos o Tomás García Asensio. Por eso me resulta inexplicable que la representación este año de Huelva en ARCO haya sido con un comisario de fuera y con un artista catalán, por muchos respetos que a mí me pueda inspirar Fontcuberta. Francamente, si vas a una feria de muestras y llevas los productos de la tierra, no veo cómo cuando vas a una feria de arte tienes que prescindir de todos esos artistas. Y si no se trata de ellos, pues artistas jóvenes.

-Creo que algo parecido le ha ocurrido con Camilo Cordero.

-He intentado poner en marcha una exposición para reivindicar a Camilo Cordero, el pintor de Moguer que se fue a Barcelona en los años 70 y que acrisoló en su persona, y en la de Ocaña, toda la revolución callejera de la ciudad en ese momento, cuando era el centro cultural del país. Pues sea porque Camilo murió de sida o porque aquí no nos enteramos de la historia, el caso es que a nadie le interesó nada. Si vas al Reina Sofía a ver qué recoge el Museo Nacional sobre el segundo tramo de los 70, ahí está Camilo, y sin embargo está absolutamente ninguneado.

-Ahora tiene en marcha un proyecto personal de fundación.

-Yo he vivivo en mis propias carnes experiencias como la de la colección de Blanca Sánchez, que al final la familia decidió venderla y dispersarla y acabar con la memoria de su propia hermana. Tengo doce sobrinos y antes que pudiera ocurrir algo así he decidido que lo más sabio quizá sea tratar de perpetuar todo eso como la mirada de alguien, más o menos afortunada pero con personalidad. El Ayuntamiento de Gibraleón tiene una colección municipal hecha a base de muchos años con un certamen de pintura que en origen era también de fotografía, que es algo a reivindicar, y mi colección creo que le añadiría al pueblo un punto especial. Todas las obras que he ido comprando quisiera que quedaran reunidas, y que no acabaran en una casa de subastas. Mi gran empeño ahora mismo es que, antes de que la vida me lleve por delante, pueda dejar un poco de orden en lo que he ido acumulando e incluir, además, las obras que guardo mías. La mejor forma de que todo eso quede a buen recaudo es poner en marcha una fundación, pero es un desafío muy duro, sobrepasa mis energías y, sobre todo, mi economía. Tengo que estar buscando recursos, aunque sean mentales, para ver cómo se puede vehicular todo esto y, sobre todo, que sobreviva. Es una utopía que necesito ver fraguada de algún modo para irme tranquilo de este mundo.

-Son recurrentes sus referencias a la muerte.

-Mi compañero de taller durante 30 años se murió en octubre inesperadamente. El mismo día que iba a inaugurar una exposición que llevaba mucho tiempo esperando, a Julio Juste se lo llevó la vida por delante. Desde el 20 de octubre que Julio muere, para mí ya todo es mucho mas efímero, perecedero, inestable. Y con 65 castañas no puedo dejar de pensar en que mi ecuador ya pasó y que tengo muchísimo menos futuro que pasado. Es ley de vida, no me queda más remedio que valorar cada momento con mucha más intensidad de lo que lo hacía hace veinte años. Me encantaría vivir muchos años más porque adoro la vida y soy muy feliz mientras me dejen hacer lo que quiera hacer y no acabe creando problemas a otros porque yo estoy ya muy mayor.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios